«Fruncir el ceño» es una expresión considerada un «lugar común», propio de escritores primerizos. Que es lo que soy al fin y al cabo cuando escribo ésto, con una sola novela publicada (El falso espejo del rey Salomón). Así que no sorprenderá si afirmo que soy culpable.
Aun así, no deberíais encontrar esa expresión en las aventuras de Mateo Sanz y compañía ya que, al corregir el manuscrito, la sustituí por… nada. Es decir, cuando pasé a la siguiente fase, la de corregir la novela, hice una búsqueda y cada vez que alguien «fruncía el ceño», eliminé la expresión, sin más. No siempre, claro, pero sí la mayoría de las veces. Al eliminarla y no sustituirla, el sentido no cambiaba. Eso me hizo preguntarme, ¿qué aportaba que Mateo Sanz u otro de los personajes fruncieran el ceño una y otra vez? ¿Acaso en mi imaginación, la gente frunce el ceño continuamente?
¿Por qué lo escribía, entonces? No lo sé, la verdad. Es una de estas expresiones que habremos leído miles de veces en libros y novelas pero que, a nada que recapacites, no aporta mucho. Quizás queremos explicar al lector que la persona que frunce el ceño está disgustada, o pone en duda lo que le están contando, o cualquier otra razón. Si es así, es mejor huir de este «lugar común» y decir precisamente lo que «fruncir el ceño» quería representar. «Mateo frunció el ceño» versus «En la cara de Mateo se reflejaba su descreimiento». La primera es más corta, la segunda es más específica.
Estoy seguro que habré pecado de caer en otros lugares comunes en la novela, pero al menos ése fue solventado a tiempo.
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